Gijón, J. MORÁN

El psiquiatra Pedro Quirós Corujo (Oviedo, 1933) relata en esta segunda entrega de «Memorias» sus experiencias en el Hospital de La Cadellada desde los años cincuenta hasta los inicios de la controvertida reforma psiquiátrica.

l A Marruecos y Alemania. «Terminé la carrera de Medicina en 1953. Después fui a Madrid y posteriormente me mandaron los militares a África. Me llamó mi madre y me dijo: «No te va a gustar lo que te tocó». Estuve haciendo allí el servicio militar una temporada larga, en Marruecos. Eran los tiempos en los que empezaban los problemas con el Sahara, Guinea o Sidi Ifni. Me casé con 24 años, y estuve, a continuación, seis meses en Viena, en la Clínica Universitaria, con el doctor Hoff, y luego hice un recorrido por distintos lugares de Alemania para estudiar la organización psiquiátrica».

l Neuropsiquiatría. «Mi especialidad era la neuropsiquiatría, que, en realidad, era la misma que la de mi padre, Pedro Quirós Isla, o la de don José Fernández o don Gerardo Uría. Es decir, que lo común es llamarlo psiquiatría, pero es una especialización neurológica. También había neurocirugía, con la escuela de Obrador fundamentalmente, en Madrid. El primer neurocirujano que hubo en Asturias fue Izquierdo Rubín, padre de Izquierdo Rojo, que trabaja en el Centro Médico. Izquierdo Rubín escribió un libro sobre las afasias. La neurocirugía es una disciplina difícil aún hoy en día, cuanto más, en aquella época. En La Cadellada había un pabellón que se dedicaba a enfermos neurológicos solamente, que llevábamos nosotros mismos. La neurología no nace en Asturias hasta que llega al Hospital General con Morales, y después en la residencia, con Menes».

l Respeto a los enfermos. «Soy en aquel momento médico de guardia de La Cadellada, que ya digo que estaba copiada de un hospital del centro de Francia, que fue el modelo imperante y fue un avance importante, pero la atención pública a los enfermos mentales seguía considerándose beneficencia. En este hospital psiquiátrico, a pesar de los pesares y de lo mal que se habló de él, y de la aglomeración de ingresados, se respetaba a los enfermos. Allí no hubo palizas y los enfermeros eran personas que se habían seleccionado mediante test. El personal era bastante responsable, con médicos fenomenales, como Casero o Fargue. Este último era un fenómeno, un hombre con una mano especial».

l Altas rechazadas. «Pero había gente ingresada que lo que quería era comer a diario, a causa del hambre de la época. Y aunque no se comiese muy bien en La Cadellada, los residentes estaban lavados, atendidos, cuidados, les cambiaban la ropa, etcétera. Sin embargo, había precariedad. Hubo una visita que hizo Alonso Vega, siendo ministro de la Gobernación, y ese día pusieron una comida especial a los enfermos, con un chorizo fenomenal, pero sucedió que ese mismo día fue uno de los que en La Cadellada no había agua porque la habían cortado. Un desastre, que indica un poco la situación real de aquello; había personas a las que querías dar de alta y no marchaban, porque, con lo malo que podía ser aquello era mejor que su casa».

l Primeros medicamentos. «La psiquiatría avanza mucho en los años cincuenta, porque hasta entonces no aparecieron medicamentos como la Reserpina, un fármaco que se utilizaba en la hipertensión y fue la base de muchos conocimientos posteriores en psiquiatría, con las serotoninas. Luego apareció el Largactil Chlorpromazina, que es un medicamento francés que todavía se sigue haciendo. Y después vino el primer antidepresivo, que era la Iproniacida, muy parecido a una cosa que se usaba en el tratamiento de la tuberculosis, pero que tenía efectos antidepresivos. Era muy tóxico, pero sólo me encontré con un caso de esa toxicidad hepática en un enfermo de la residencia de Oviedo, al que se lo había administrado otro médico y tuvo unas lesiones tremendas. En ese caso, el paciente se moría».

l Delirios de la época. "«Recuerdo dolencias mentales propias de la época, por ejemplo, los delirios, que entonces estaban asociados a los aparatos de radio o los cables de la electricidad, o sobre una moza que según el paciente había echado un poco de orina en un vaso de sidra para enamorarlo y desde entonces decía estar mal. Los delirios están en relación con la tecnología de cada época y en aquel momento era la luz o la radio, y ya digo que todo lo referido a prácticas supuestamente mágicas. Eran delirios esquizofrénicos: el enfermo decía que hablaban de él en la radio o que era atacado a través de los cables de la luz, o que a través de éstos le transmitían mensajes».

l La huida por un catatónico. «Había también sucesos curiosos. Existía un trastorno, que lo hay ahora también, aunque no con las características de entonces, que era la catatonia. A un enfermo le levantabas el brazo, ibas al cabo de una hora y seguía con el brazo levantado, inmóvil. Pues los psicópatas que te ingresaban, que eran los que más problemas te daban, arrimaban a un catatónico al muro y trepaban por él para escapar, como si fuera una escalera que no se iba a mover».

l Tratamientos de insulina. «Y había también casos ante los que experimentabas una impotencia absoluta y otros con los que hacías lo que podías. Por ejemplo, con los choques de insulina. Los enfermos que estaban indicados con este tratamiento ocupaban una sala. Nunca vi morirse a un enfermo con ese tratamiento, pero era duro. Se les ponían dosis crecientes de insulina que les provocaban un choque. La explicación nunca estuvo clara. Después del choque, cuando el enfermo entraba en coma, tenías que sacarle de ese estado y eran momentos de mucha tensión. En el cerebro sucedía algo semejante al efecto del electroshock. No se conoce muy bien por qué funciones, y si moviliza hormonas u otras sustancias, pero funciona. A lo mejor tenías 30 enfermos tratados con insulina, y meterte a despertar 30 pacientes del coma no era ninguna tontería. Y eso lo tenías a diario: la verdad es que trabajábamos como negros».

l Nace el Hospital General. «Años después llegó algo que pasó por ser una obra genial, pero yo creo que fue una equivocación: la creación del Hospital General. Fue en tiempos de López Muñiz, abogado del Estado y consejero del Reino, que era el presidente de la Diputación. Quiso traer médicos del extranjero y crear un centro nuevo, un hospital general, que indudablemente tuvo una gran repercusión en Asturias, pero había médicos muy buenos que poco más o menos fueron sustituidos: Morán, Estrada, Plácido Buylla, Cossío. López Muñiz monta el hospital central con médicos de fuera, pero en aquel momento ya existía la residencia de Oviedo, y creo que lo que se tendría que haber hecho era potenciarla, porque, efectivamente, los médicos que vinieron de fuera hicieron una medicina muy buena, y hay herencia de ello, pero había aquí profesionales capaces de asumir ese desafío. Aquel esfuerzo tenía que haberse invertido en mejorar la asistencia de la residencia».

l Un estudio de reforma. «La Cadellada siguió siendo la hermana pobre del sistema, y vinieron unos individuos que hicieron un estudio en dos meses y dijeron poco más o menos que éramos todos unos mantas. Eran los inicios de la reforma psiquiátrica, hacia 1963. López Muñiz trajo un director catalán al Hospital General y más tarde encargó el estudio del Hospital Psiquiátrico. Se hizo deprisa y corriendo, y yo participé hasta que tuve un enfrentamiento gordo. Tan aprisa se hizo que se modificaron historiales médicos para ver qué salida tenían estos enfermos, y se encontraron patologías que no tenían. Eso sucedió al menos en el pabellón de enfermos neurológicos, porque el equipo no tuvo el tiempo necesario para mirar bien a los pacientes, para hablar con ellos. El equipo del estudio pactó una serie de puestos nuevos y mi padre, que pensaba distinto de López Muñiz, es apartado. Le ponen en una sala en la que sólo tenía que atender a diez enfermos dementes. Fue como lo que le hicieron a Junceda, el oculista, en el Hospital General, que le quitaron de ver enfermos y pasaba la mañana en el despacho, leyendo, estudiando. La de mi padre fue una situación similar, hasta que pidió la excedencia y se dedicó exclusivamente a la clínica privada».

l Un almacén de enfermos. «El informe decía también que La Cadellada, con 1.100 enfermos, era un almacén. Y no es que después de aquel estudio mejorase la asistencia, porque cuando progresa es cuando se crean años más tarde los centros de salud mental y las unidades de psiquiatría en los hospitales generales. Ahí es cuando mejora la asistencia, y otra vez se copia de un modelo francés. La reforma psiquiátrica afirmaba también que los hospitales psiquiátricos no debían existir, porque los enfermos mentales no existían. Era lo que afirmaban los líderes de la antipsiquiatría, Cooper o Laing, o José García aquí, que después fue consejero de Sanidad del Principado».

l Mortalidad altísima. «Este equipo que vino a La Cadellada se dedicó a dar altas y fue una catástrofe desde cualquier punto de vista. Tanto es así que yo recuerdo que se presentó una asistente social en el hospital para hablar conmigo. Llevaba una lista de 80 enfermos y me dijo que tenían que estar bajo mi control. Fuimos a consultar el archivo, que tenía unas 4.000 fichas, y encontramos que solamente uno de aquellos ochenta seguía en tratamiento. Hubo personas que murieron y había sucesos similares en otras partes. En el manicomio de Valencia, que estaba enrejado, los enfermos, sin control, cortaban la red, se escapaban y los atropellaban coches que pasaban por la carretera de al lado. Ese hospital tenía una mortalidad altísima».

«El primer neurocirujano que hubo en Asturias fue Izquierdo Rubín, padre de Izquierdo Rojo»